Esta vez, al fin me despierta el despertador. Mi cuerpo se ha aclimatado al horario americano venciendo al Jet Lag. Este viaje ha costado más de lo normal ya que nos dejamos en casa las pastillas para dormir. Compramos unas hace un par de días en un Walgreens de Chicago, pero no han dado el resultado esperado, así que hemos tenido que acostumbrarnos de forma natural al cambio de horario.
Día 4 de la Ruta 66
Terminamos de recoger la habitación, damos un último vistazo a la que ha sido nuestra casa los últimos tres días. Voy a echar de menos asomarme al enorme ventanal y hablarles de tú a tú a los inmensos rascacielos. Le decimos adiós a la chica negra de la recepción, salgo del Hotel habiéndole entendido dos palabras justas. Tengo un inglés muy selectivo que entiende básicamente lo que le sale de las narices. Puedo tener una conversación de diez minutos con la simpática abuelita que atiende el mostrador del Súper de la esquina y sin embargo, no entender una sola palabra de lo que me dice la chica de la recepción. Supongo que a los americanos que no controlen bien nuestro idioma les pasará algo parecido cuando vienen a España.
Hay un taxi justo en la puerta. Cargamos las cuatro maletas y le damos al chófer la dirección de las oficinas de National. No hemos desayunado y mi estómago me pide «madera». La pantalla del taxi está dando la previsión del tiempo; muchas nubes, mucha lluvia y la alerta por tornados e inundaciones sigue de color rojo. Trato de que Mery no preste mucha atención a la previsión metereológica ya que desde que salimos de España está bastante preocupada con el tema de los tornados.
Ya en las oficinas de National, el tipo del mostrador da un sorbo a su enorme taza de café y nos ofrece ampliar el seguro. Diez dólares al día, aparte de lo que ya hemos pagado, por tener una cobertura total en caso de que nos ocurriera algo.
– ¿Qué hacemos? ¿Pagamos la cobertura total o no?
– Hombre… teniendo en cuenta que hay riesgo de tornados, prefiero sentirme algo más seguro saliendo totalmente cubierto de aquí, Mery.
– Si, si… aceptamos¡¡
Esta decisión ha sido clave en el viaje, por motivos que veréis más adelante. Si algún día viajas a U.S.A, no escatiméis en el gasto del seguro. Aquí las cosas no funcionan igual que en España, y por una cantidad asumible (cuando hablamos de un viaje de esta envergadura) te cubres completamente o al menos vas más cubierto que en esos seguros baratos que circulan por ahí. Contratar este suplemento ha sido una de las decisiones más acertadas de nuestra vida.
Los operarios nos dan nuestros papeles y bajamos a la zona de garajes a elegir nuestro coche. En la oficina del garaje le damos los papeles con nuestra reserva a otro empleado. Un tipo joven, alto, fuerte, con la mirada azul transparente y un tono de voz que impone bastante. La autoridad se le cae al muchacho cuando veo que tiene la bragueta completamente bajada. Nos pregunta qué tipo de coche queremos.
– Queremos un coche grande.
– Ok.
Nos da un número de plaza y nos pide que vayamos a ver si el coche que está al fondo del garaje es de nuestro agrado. Cuando voy in situ a ver el vehículo, me encuentro una camioneta Chrysler gigante, muy alta y muy muy larga. Es un coche enorme. Recordad, nunca pidáis algo grande en U.S.A, sea lo que sea lo que busquéis, siempre será demasiado grande.
– Si, si… es muy grande. Demasiado grande. Quiero algo un poco más pequeño.
El tipo nos ofrece el vehículo blanco que está dos plazas a la izquierda. Sigue siendo un coche enorme pero finalmente nos lo quedamos. Se trata de un «Toyota 4runner», que comparado con nuestro pequeño Opel Corsa es un autobús.
Mery y yo nos miramos para ver quien de los dos es el majo que se atreve a poner eso en marcha. Hay que tener en cuenta que además del tamaño está el tema del cambio automático. La mayoría de los coches en Estados Unidos son con cambio de marchas automático y tenemos que sacar a esa bestia del garaje sin apenas tiempo ni espacio para «domarlo». Tenemos un pasillo de cuatro metros para poner a rodar a esa máquina.
– Yo me encargo, Mery.
– ¿Tú estás seguro?
– No, pero tenemos que sacar este cacharro de aquí.
Me subo al coche y enciendo el contacto despacito, como si estuviese desactivando una bomba. Pruebo la posición de las marchas: adelante, punto muerto y atrás. No hay más. El coche sale poco a poco de la plaza, el inconsciente de mi pie izquierdo se va al embrague, que ahora es el freno, el coche se para en seco y nuestras cabezas terminan a escasos centímetros del parabrisas frontal.
– ¿Pero estás seguro de que vas a saber poner esto en marcha?
– Que sí, joder.
El coche da dos o tres frenazos más antes de llegar a la barrera elevadiza. El tipo de la cremallera bajada viene con cara de susto a mi ventanilla.
– ¿Algún problema con el coche?
– No, no, ninguno. Ya puede subir la barrera, por favor.
– ¿Seguro?
– Si, si, todo bajo control, amigo.
El tío sube la barrera con un rostro muy pálido y la mirada algo desencajada. La barrera se eleva, doy otro frenazo antes de comenzar la estrechísima cuesta en la que únicamente cabe un vehículo y que es de doble sentido. Saco la mano por la ventanilla y le digo adiós al operario, el tipo permanece inmóvil con la boca abierta y me devuelve el saludo sin pestañear.
– Oye, ¿y si ahora baja un coche que hacemos?
– No lo sé Mery, cruza los dedos para que no venga nadie y tengamos que maniobrar hacia atrás.
– Me has dejado mucho más tranquila.
– Está todo controlado.
Finalmente recorremos sin mayor incidencia los escasos cuarenta metros de la estrecha cuesta. Ya estamos en el exterior. Nuestro Toyota 4 runner es un coche más entre los miles de coches que recorren las calles de Chicago. Ahora solo falta coger experiencia al volante y recordar las normas de circulación americanas. El Tomtom no encuentra la señal. Paramos en una avenida en doble fila. Siempre nos llevamos nuestro GPS cuando hacemos un viaje con coche, es el que tenemos controlado y aunque alquilemos vehículo con navegador es de «Antonio» de quien nos fiamos. Somos fieles a sus indicaciones y a sus rodeos. Tengo una relación amor – odio bastante curiosa con nuestro GPS, más de una vez he estado a punto de arrojarlo por la ventanilla, pero al final su cálida voz robotizada se sale con la suya y termina conmoviéndome.
El momento de arrancar por primera vez el GPS es siempre de bastante tensión, ya que tiene que reconocer los nuevos mapas y suele costarle mucho. Van casi cuarenta minutos parados en esa avenida, sin desayunar , con cientos de coches rozando nuestro espejo a gran velocidad y el maldito trasto no se pone en marcha. Desde que hemos salido del garaje hasta que hemos parado en la avenida, han pasado diez minutos en los que hemos deambulado por las calles de Chicago sin rumbo fijo. Si el armatoste este no se pone en marcha, no sé como coño vamos a encontrar de nuevo las oficinas de National. No tenemos GPS, no tenemos datos en el móvil, no sabemos donde estamos parados y ya tendríamos que llevar media hora de Ruta. Cuando estamos a punto de arrojar la toalla y buscar un lugar con Wifi para averiguar donde está la oficina de la empresa de alquiler de coches, la voz de «Antonio» aparece de la nada, suena débil y entrecortada, como si despertase de un coma. En el coche se monta la gran fiesta, Mery y yo nos marcamos uno de nuestros bailes y le doy un beso al GPS en los morros. Ya estamos todos, comienza la Ruta¡¡
Me voy sintiendo más cómodo al volante, ya controlo las distancias del vehículo en los carriles. En el retrovisor veo por última vez el tren elevado de Chicago. En mi tripa hay un auténtico festival de ruidos. Todavía no hemos desayunado. Cuando salimos de la ciudad ya me puedo permitir el lujo de conducir con el codo en la ventanilla, sin la tensión de la primera media hora. El coche está domado (de momento).
Conforme nos vamos alejando de la ciudad el tamaño de los edificios va disminuyendo. El dibujo cambia por completo. Podemos ver los suburbios; paredes llenas de grafitis, zapatillas colgando del tendido eléctrico, mendigos empujando enormes carros con sus pertenencias… Esto también es América, quizá una América más real. La cara B del «grandes éxitos».
El monstruito hambriento que habita en mi estómago salta y salta sin parar pidiendo su comida. Nada más atravesar un precioso paisaje verde, llegamos a Joliet; nuestra primera parada. Lo primero que hacemos es buscar un sitio donde poder comer algo. Justo en un esquina de la Avenida principal vemos un Restaurante («Ruta 66 diner»).
Nada más entrar una sonriente camarera mexicana nos acompaña a nuestra mesa. Pido un plato de huevos con bacon y patatas con un buen vaso de café. Me indica que los platos son abundantes.
– Mejor¡¡
Mery, aprovechando el Wifi del local hace una vídeo llamada y le muestra a sus padres el aspecto del local. Estamos en otra película. Justo en la mesa de al lado el Sherif del pueblo toma su revuelto de huevos con la mirada perdida en la barra. Saluda a cada uno de los clientes que entran por la puerta. El Sherif conoce a medio pueblo. Lo que os digo, una auténtica película.
Nuestra camarera mexicana trae el desayuno. Las patatas apenas caben en los platos. Mi monstruito hambriento se viene arriba y en apenas diez minutos devoramos todo lo que había en el plato. Llevábamos casi cuatro horas sin probar bocado.
Ya con el estómago lleno (mucho) vamos a ver un museo dedicado a la Ruta que hay dos calles más abajo. Un enorme Pontiac descapotable, alguna que otra figura, señales antiguas y una mujer de unos ochenta años que con un tono de voz lento nos explica anécdotas curiosas sobre la mítica Ruta. A Maggie la entiendo a la percepción. Tiene un tono de voz muy para el turista y la comprensión es más fácil. Juro volver dentro de unos años a Chicago y volver a aquella recepción y decirle a aquella chica: «Venga, háblame ahora, ya estoy preparado». Pero eso será otra historia.
En la tienda del museo nos hacemos con una bandera de la Ruta 66, ni rastro de la bandera americana, bueno, ni rastro en las tiendas, porque en las ciudades, pueblos y caminos remotos aprovechan la mínima ocasión para colocar su bandera, gesto que admiro enormemente.
Si algún día tienes previsto realizar la Ruta, es totalmente indispensable que instales en tu móvil «Road trip 66» (creemos que ya no existe y ahora hay una app «ROUTE 66» pero no es gratis), una aplicación imprescindible para seguir el camino correcto y no perder de vista la carretera Madre. No es necesario que contrates datos ya que funciona a la perfección sin conexión a internet. En ella aparece un mapa con el trazado de la Ruta y sale un bolito azul que representa nuestro coche, se trata de no desviarte y seguir la línea. Además lleva por defecto marcados en el mapa todos los puntos de interés: museos, restaurantes,…. Sin esa aplicación y con lo torpes que somos para orientarnos, hubiésemos acabado cada dos por tres en la autovía sin seguir el trazado de la mítica carretera, y aquí no hemos venido a eso. Hemos venido a tratar de seguir en la medida de lo posible el trazado original, aunque en ocasiones sea completamente imposible y haya que salir por obligación a la vía principal. Lo dicho «Road trip 66», me lo agradeceréis.
La siguiente parada la hacemos en Wilmington, cuando nos vemos sorprendidos por el «Gemini Giant», el primero de los gigantes que vemos en esta aventura. Simula ser un astronauta y en sus manos porta un cohete. Este tipo de figuras gigantes se hicieron muy famosas en los sesenta para promocionar negocios. Habíamos visto su foto mil veces, pero el Gemini Giant es mucho más guapo en directo. Charlamos con un par de moteros que parecen sacados de la serie «Sons of Anarchy», la ruta es muy muy muy «Sons»; nuestra serie favorita. Cuando hicieron el Gemini Giant, el hombre todavía no había pisado la luna, es todo un veterano.
Algo que llama la atención es la distancia de una casa a otra en algunas zonas. Puedes haber de vivienda a vivienda doscientos o trescientos metros e incluso kilómetros, y a lo mejor es un pueblo enorme en el que apenas hay veinte casitas, todas con su jardín y su enorme camioneta aparcada en la puerta. La vida es muy muy tranquila en los pueblos americanos. De vez en cuando algún lugareño nos saluda desde el porche de su casa.
En Braidwood, paramos en el «Polk a Dot Drive In», un diner mítico y legendario de la Ruta, donde es típico pegarse un buen desayuno. El tema del GPS nos ha trastocado un poco los planes y el planteamiento inicial era comer algo aquí, pero en Joliet nos hemos puesto las botas y hemos llegado con la panza llena, una auténtica pena.
En el parking del restaurante descansan unas sesenta harleys. Está lleno de motos. Aprovechamos para fotografiarlas. A los cinco minutos aparecen los moteros y es un auténtico show verlos salir uno a uno, por orden a la carretera. Nos dicen adiós con la mano, saludando a nuestro objetivo.
El local es de auténtica película. Un enorme Elvis hace de reclamo junto a la carretera tocando su guitarra. Cuando estamos fotografiando la figura de James Dean, se acerca a saludarnos un Señor entrado en años que desciende lentamente de su camioneta. «Soy el dueño, están ustedes en su casa». Es increíble la hospitalidad y amabilidad de la gente, te adoro U.S.A.
Usamos el servicio del local y Mery me pide la cámara. La entrada a los baños es un monumental homenaje a la película «Grease».
Continuamos «On Road», nos hacemos con un par de «Pink Lemonades» en vaso gigante y con mucho hielo. Estamos enganchados a las hamburguesas, los cafés del Starbucks y la Pink Lemonade, somos dos auténticos Yonkis, que le vamos a hacer…
En Dwight y Odell, paramos a echar unas fotos en un par de gasolineras míticas. Los moteros van siempre unas millas delante nuestra, son nuestros compañeros de viaje. Coincidimos con ellos en la mayoría de las paradas y es un gustazo verles adelantar nuestro vehículo de forma tan civilizada, sin acelerones, y con esa sonrisilla medio colgando de sus bocas. Nosotros saludamos a todo aquel que nos cruza una mirada y ellos nos devuelven el saludo con un guiño de ojo.
Ya en Pontiac, nos hacemos unas fotos y grabamos unas tomas con la cámara de vídeo en los famosos murales.
Esta vez si, es la hora de comer y aquí en Pontiac tenemos localizado un sitio donde leímos que servían una buena hamburguesa. Entramos en el «Old Long Cabine». Una Señora rubia nos recibe con una sonrisa de oreja a oreja desde el otro lado de la barra. Enseguida sale a atendernos y nos pregunta de donde venimos y hacia donde vamos. Todo el mundo nos aconseja sobre donde parar o donde comer, incluso nos dan indicaciones donde poder echar gasolina más barato.
Pedimos un par de hamburguesas con sus respectivas Budweiser. El garito es espectacular, no por la decoración, ni tampoco por el orden, es más por el rollo que tiene. Podría ser el bar de cualquier película donde dos borrachos se lían a puñetazos, menos diner y más antro de carretera, pero con un encanto magnífico. Las dos hamburguesas suben rápidamente a lo alto de nuestro ranking, exquisitas. Nos despedimos de la amable camarera y seguimos en ruta.
Paramos en otra gasolinera, ya a varios kilómetros de Pontiac, cuando nos damos cuenta de que nos hemos dejado el trípode en algún lado ya que no aparece por ningún sitio. Hacemos memoria y creemos tenerlo localizado en la gasolinera de «Dwight». Salimos a la carretera general para hacer lo más rápido posible la media hora de ida y su correspondiente media hora de vuelta. Esta vez no he sido yo el culpable, no ha sido una «Miguelada», ha sido una «Marylada». Los toros se ven mejor desde la barrera, donde va a parar. Llegamos justo cuando la empleada acababa de cerrar para irse a comer. Muy amablemente nos abre de nuevo y nos da nuestro trípode. Hemos llegado por los pelos, ya que la chica estaba arrancando la moto para irse a casa.
Hemos perdido una hora del día. Llegamos de nuevo a Pontiac para continuar la visita del pueblo. En una de las calles hay un viejo y enorme autobús escolar reconvertido en casa.
El calor es asfixiante. El aire acondicionado del coche trabaja a toda máquina. Me doy cuenta de que el sol me ha abrasado el brazo izquierdo de llevarlo apoyado en la ventanilla. En la radio podemos elegir canales según el estilo de música y década. Nos hacemos asiduos al Country, además, la pantalla te indica el título de la canción y el artista que la canta. Hemos descubierto un montón de cantantes y grupos que no conocíamos en este viaje, gracias a la radio del coche.
Tras una parada en una gasolinera para rellenar nuestro enorme vaso de corcho de más Pink Lemonade, Mery se aventura a coger el coche por primera vez. Esta vez tiene un amplio Parking sin columnas para practicar. Tras los dos o tres frenazos de rigor que sufre todo el mundo cuando coges un coche automático por primera vez, Mery controla nuestro Toyota. Ahora mismo es una niña con una luz brillante en los ojos, ahora mismo estaría mirándola hasta hacerme viejo sin pestañear. Dios como me gusta ese brillo¡¡
Ya en Ruta atravesamos una verde pradera. Huele a hierba recién cortada y las casitas quedan atrás poco a poco. En una de ellas hay una colchoneta gigante en el jardín junto a un bonito espantapájaros. Me encantaría conocer al dueño de la casa pero el día está siendo largo y el cansancio hace mella en nosotros.
En Atlanta echamos gasolina por primera vez (2´5 dólares el galón). Ojalá tuviésemos la gasolina a ese precio en España. Tampoco en esta gasolinera encontramos la bandera americana que llevamos buscando desde que hemos puesto los pies en Estados Unidos.
El GPS nos echa una y otra vez a la carretera general. Si no fuese por la aplicación del móvil no sé como nos hubiésemos apañado para seguir la carretera mítica, ya que hay puntos mal indicados y es muy fácil perder el rumbo.
Ser copiloto es realmente estresante. Tienes que ir mirando la pantallita del iphone para ver si seguimos el rumbo correcto, ir grabando con la cámara, leer las anotaciones de nuestra guía de viaje y como no, las anotaciones del libro de Víctor Muntané; «Route 66, mi sueño y pasión», la auténtica biblia para todos aquellos que queráis hacer la ruta. Viene todo explicado al detalle y es, con diferencia, la mejor guía que hemos podido encontrar. Imprescindible y recomendable cien por cien.
Mery lleva mejor eso de hacer mil cosas a la vez, yo soy algo más caótico en ese aspecto. Hoy puede que haya bebido más de tres litros de Pink Lemonade, que se traducen básicamente en una docena de paradas para hacer pis.
En Atlanta paramos en una tienda de trastos. Allí reina el caos y el desorden y puedes encontrar desde una señal de tráfico de los años veinte a una máscara de Alf. Un tren recorre la tienda a dos palmos del techo. Nada más vernos, uno de los tipos que hay tras el mostrador sale a saludarnos. El tipo tendrá unos cincuenta años y su peinado es exactamente igual al que lucía Elvis, sus gafas también. Nos cuenta que es un fan incondicional del cantante de Memphis. Nos hacemos con una placa decorativa de un diner de los años 50 para ponerla en casa.
El sol comienza a caer. La carretera se viste de color anaranjado. La tranquilidad y belleza del trayecto se ve invadida por alguna que otra fábrica, casas cada vez más cercanas unas de otras y más restaurantes de comida rápida. La calma se tambalea, llegamos a Springfield; capital de Illinois, «La ciudad de Lincoln», tal y como rezan todos los carteles que vemos.
No, no se trata del Springfield de los Simpson. De los cincuenta estados que componen Estados Unidos, treinta y cinco tienen una ciudad que recibe el nombre de Springfield… así que es difícil a averiguar cual es. Hay rumores de que el Springfield de la mítica serie sea el de Oregón.
Llegamos al Hotel con la noche prácticamente encima. Nos alojamos en el «Route 66 hotel and conference«, que se encuentra situado en una amplia avenida rodeado de restaurantes. El Hotel es además museo y tiene varios vehículos y figuras justo al lado de la recepción. Justo al lado de la entrada hay una enorme piscina con un símbolo gigante de la Route 66 en el fondo.
Una nube de mosquitos se pelea entre si para decidir quien nos pica primero. Descargamos las maletas y hacemos el «Check In «. «Bonito pelo», le dice la recepcionista a Mery. Por dentro, el Hotel es un auténtico santuario de la Ruta. Placas de señalización, señales de tráfico, antiguas neveras e incluso un semáforo. El suelo está completamente enmoquetado y al fin, subimos a nuestra habitación.
Tras una ducha, hacemos una salida rápida al Taco Bell que hay justo en frente y nos traemos la cena a la habitación. Hago verdaderos esfuerzos por no quedarme dormido mientras devoro uno de los tacos del menú. Ha sido un día muy largo. 325 kilómetros recorridos por el corazón de Illinois. Los nervios iniciales al coger el coche, el olvido del trípode, todo aparece ahora en forma de cansancio. Antes de caer redondos negociamos la hora a la que nos vamos a levantar mañana y finalmente, decidimos poner el despertador a las 08:00. Mañana será otro día.
Os dejamos el video de youtube de ese día:
Mil gracias por leernos y seguirnos en esta aventura!