El graznido de un cuervo insiste una y otra vez desde el otro lado de la ventana, hasta que consigue sacarme por completo de la cama. Abro las cortinas y ahí está, riéndose de mí mientras da saltitos sobre una farola. Mi piedra pasa a tres metros suya. Se pierde cielo arriba dedicándome un graznido que me suena un tanto irónico. Vuelvo a entrar en casa (motel). Mery habla con sus padres por Skype. Tras una breve conversación, desayunamos en la propia habitación lo que compramos ayer tarde en el súper.
Día 10 de la Ruta Oeste de EE.UU
Tras cargar las maletas en el coche una vez más, nos ponemos rumbo al «Antelope Canyon». La única referencia que tenemos para encontrarlo son tres chimenéas que sobresalen de una fábrica. Junto a esta fábrica fluye una carretera junto a la nada, y tarde o temprano daremos con un cartel que nos indicará donde están las famosas grietas.
El cielo continua sin nubes allí arriba. Estados Unidos tiene el cielo más despejado que he visto jamás. El sol nos abrasa. El aire acondicionado se convierte en el cuarto pasajero, el tercero es la nevera. El paisaje continúa siendo de polvo rojizo en el suelo, mezclado con el azul muy muy clarito del inmenso cielo. Seguimos en una peli del Oeste. De repente vemos las tres chimeneas. Tomamos la carretera. Le llamo carretera por llamarle algo. En realidad es un camino de tierra con algún que otro islote de asfalto.
La fábrica queda atrás. Todo queda atrás. Estamos de nuevo en medio de la nada. El trayecto se hace inmenso. Cuando estamos a punto de creer que nos hemos equivocado, aparece la indicación. Dejamos el coche en el Parking. Llamarle Parking es decir demasiado, no esperéis un trocito de asfalto con cien coches aparcados en batería delimitados perfectamente por unas líneas blancas y una barra que baja y sube de forma automática. El Parking consta de un secarral con toneladas de polvo, donde no se oye un alma. Sacamos los tickets para deslizarnos por la grieta. 26 $ cada uno.
Hacemos fila. Nuestro grupo es el siguiente. Un Indio muy joven escondido bajo un enorme gorro de cowboy será nuestro guía. Nos toca. Nos introducimos de uno en uno por la estrecha grieta. Dentro de las rocas el calor desaparece. Se escuchan cuervos. Antelope Canyon es digno de ver. El interior del Cañón adquiere formas imposibles. La roca parece pulida y la luz juega a cambiar de color rebotando de piedra en piedra. No he visto nunca nada igual. El indio salta de roca en roca. De vez en cuando me pide la cámara ofreciéndose para realizarnos alguna que otra foto. Conoce perfectamente donde está el ángulo bueno y donde apoyar la cámara para conseguir la mejor instantánea.
En nuestro grupo hay varios fotógrafos profesionales. Uno de ellos llevaba preparando la excursión de hoy un par de años. El tiempo justo para hacerse con el mejor equipo fotográfico y sacar dinero para volar a los EEUU.
Tras poco más de una hora recorriendo el interior del Cañón, salimos de nuevo a la superficie. La excursión ha terminado. El calor nos espera sentado paciente fuera. La sed, el hambre y el sudor se juntan haciendo que nuestros pasos se arrastren cada vez más y más lentamente…Al fin se ve el coche. Al fin llegamos a nuestra nevera. Al fin puedo sentir el aire frío del aire acondicionado.
Tras beber un par de litros de agua, nos ponemos de nuevo en Ruta. Nuestra siguiente visita aparece antes de lo esperado. Llegamos a la Herradura. Un peñón redondo bordeado por el Río Colorado, desde lo alto del Cañón adquiere forma de herradura. La vista es tremendamente alta y espectacular. Visita no recomendada si padecéis de algún tipo de vértigo. El sol continua abrasando con más fuerza cada minuto que pasa. Unos japoneses se esconden bajo enormes sombrillas y pañuelos ocultando su piel del sol. Todos los visitantes tratan de dar con el ángulo idóneo, para que su cámara capte la totalidad de la herradura en una misma foto. Algo complicado teniendo en cuenta la distancia que recorre el río trazando todo el dibujo.
La vuelta al coche se me hace eterna. Quince minutos de angustia, calor y cansancio. Nuestros pies se arrastran una vez más creando a nuestro paso una enorme nube de polvo. Al llegar al vehículo, terminamos con la reserva que quedaba de agua. También acabamos con los plátanos. Nos ponemos de ruta una vez más. Esta vez sin agua y sin nada qué comer. Las Vegas se encuentran a cinco horas de trayecto. Son las 12:15 h del mediodía.
Nos topamos sin querer con el Lago Powell. Esta visita no estaba en nuestros planes. Finalmente decidimos no entrar y no perder un par de horas en refrescarnos. Nos ahorramos además 14 $ que nos cobraban de entrada.
El paisaje deja de ser por momentos desértico y se transforma tímidamente a verde. Apenas hay tráfico. Tan solo alguno de esos enormes camiones nos adelanta de vez en cuando a la velocidad del rayo.
Típicos ranchos a un lado y a otro de la carretera, con su valla blanca y su ganado pastando impasible al enorme calor que comienza a apretar de nuevo. La música country continua flotando en el interior de nuestro coche.
Hacemos una breve parada para comer una hamburguesa en CANAB. Nos sirve una camarera simpatiquísima. Una joven risueña de 28 años con un par de bodas encima. Una chica rubia de mirada azul y mucho mundo sobre la espalda. Un encanto de sonrisa y de hamburguesa. Espero que la vida te sirva algo bonito¡¡
Echamos gasolina (3´80 $ el galón). Nos hacemos con una PINK LEMONADE gigante. Volvemos al coche. Mery se pone al volante. La radio continua escupiendo buenas canciones. He de decir que en Estados Unidos tienen la mejor radio del mundo¡¡ Nada que ver a la basura que radian en España. El termómetro del coche marca 105 º Farenheit. El calor es asfixiante. Los camiones continúan volando.
Dos horas y media después de recorrer de nuevo el desierto comienza a verse algo en la lejanía. El calor hace temblar la imagen. De la nada más absoluta aparecen unos enormes edificios. Las Vegas aparecen en mitad del desierto como por arte de magia. El GPS nos lleva directo al CIRCUS CIRCUS, nuestro hotel. El hotel donde se alojaban Mario y Alaska en su gran documental. La tranquilidad del viaje desaparece por completo. Comienza el caos. El estrés. Mery se baja del coche en busca de la recepción. Yo tengo que encontrar dentro de aquel laberinto un lugar donde poder aparcar. Paro justo en la puerta, pongo las emergencias. Espero impaciente a que venga Mery.
Cruzo los dedos para que nadie me diga que ahí no puedo estar. Mi frágil inglés y mi penoso sentido de la orientación, pueden jugarme una mala pasada si salgo con el coche del complejo y me sumerjo en el caos de Las Vegas.
Mis plegarias no son escuchadas. Aparece un tipo negro de seguridad. Enorme. «Ahí no puedes estar, muévete». Me hago el sordo. Pero cuando mi retraso mental comienza a parecerle grave me muevo. Que sea lo que Dios quiera. Sigo las flechas del suelo. Se me cruzan diez coches. El ajetreo ahoga la música del coche. De repente veo un hueco en dirección contraria. Hago una pirula sin pensarlo dos veces. Consigo aparcar.
El coche puede estar aquí 20 minutos. Corro hasta la recepción. Mery charla con el recepcionista. La cola es interminable. Nos dan la llave. Me he librado de desaparecer, de perderme, y de terminar en uno de esos cartones de leche con el se busca encima de mi foto.
El cambio ha sido muy brusco. Veníamos de ir a nuestro aire. Con la paz del desierto. Con la tranquilidad de la nada.
Las Vegas ha sido una bofetada en la cara. Una descarga eléctrica. Y un chorro de calor considerable. Jamás he sentido tanto calor.
Tras dejar el coche en unos de los edificios destinados al Parking (Encontrarlo será otra historia), cogemos las maletas y vamos rumbo a la habitación. Para acceder a los ascensores tengo que atravesar prácticamente los casinos del hotel. Tras un cuarto de hora de caminata sobre la gastada moqueta, llegamos a los ascensores.
Llegamos a la habitación. La 21125. Voy a necesitar un GPS para orientarme en el hotel. La habitación es espectacular. Sobre todo las vistas. La mejor habitación del viaje. Al menos en comodidad y lujo. Pero todo hay que decirlo, no tiene el encanto del pequeño motel. Eso de estar en la planta calle y el coche aparcado al otro lado de la puerta, es un lujo superior al que hay aquí.
Tras quitarnos el polvo del desierto con una ducha orgásmica, decidimos jugarnos la vida y saltar a la jungla de Las Vegas. El ajetreo del hotel comienza en el momento en el que abres la puerta de la habitación. Un ir y venir de gente constante. Compartimos ascensor con dos chicas y un chico francés con una borrachera importante. Trata de decirnos algo, pero su lenguaje es totalmente ilegible. Al llegar a la planta calle, el ajetreo se multiplica por cien. Aquello parece el Paseo de Independencia en plenas fiestas del Pilar. Merodeamos más de media hora por el garaje buscando nuestro coche. Llevamos una hora en Las Vegas y ya podría bautizarla como la ciudad del Caos.
Llegamos al Venetian. Tenía ganas de ver este hotel y su cielo azul. El cielo podría pasar por real, pero la luz que ofrece es bastante artificial. No me gustan los hoteles tan lujosos. Una góndola recorre el riachuelo mientras un boulevard y un par de puentes se llenan de curiosos fotografiándolo todo. Entre ellos nosotros. Es curioso como el cuerpo llega a desorientarse. Fuera la noche comienza a caer, y dentro el cielo azul del hotel trata de engañarnos.
Observamos a ejecutivos de cierta edad en muy buena compañía. En demasiada buena compañía. La prostitución en Las Vegas es algo muy tangible. De hecho nada más parar en el primer semáforo un grupo de mexicanos nos ofrece tarjetas donde se puede ver una chica desnuda, un número de teléfono y un precio. Al llegar al otro lado de la acera acumulo las tarjetas de una docena de señoritas. Mery me muestra otras tantas. Un camión muestra una enorme cabina con un póster gigante con más chicas desnudas,,, Es la ciudad del pecado. Comienzo a entender aquello de: «Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas».
El asfalto es un secador gigante que se entretiene abrasándonos con su aire caliente. El cansancio comienza a hacer mella. Decidimos cenar algo en uno de los muchos restaurantes que hay dentro del «Venetian». Elegimos un Thailandés, donde por 8 $ cada uno nos ponemos morados.
Vamos en busca del coche. Damos una vuelta, dos, y cuando pasamos por tercera vez consecutiva por una enorme máquina donde te tienes que introducir dentro para apostar, nos damos cuenta de que estamos dando vueltas en círculo. Llevamos más de 3000 kilómetros recorridos por toda la Costa Oeste Americana, y nos nos hemos perdido ni una sola vez.
Hemos recorrido San Francisco, las autopistas imposibles de Los Ángeles, hemos cruzado el desierto atravesando la nada, y tiene que ser aquí, en un hotel de Las Vegas donde nuestro pésimo sentido de la orientación comienza a reirse de nuevo de nosotros. Observo como apuesta la gente, como se dejan llevar por las maquinitas, por sus luces, por la peligrosa relajación que te ofrece una copa y un cigarrillo. Aquí dentro se puede fumar.
Aquí dentro puedes hacer lo que quieras siempre y cuando tengas un puñado de dólares en los bolsillos. De repente recuerdo el camino. Vuelvo a pasar por cuarta vez por delante de la dichosa maquinita. Atravieso el casino en busca del ascensor. Sótano menos dos. Al fondo del enorme pasillo suena el «pi- pi» del mando del coche. Mery me mira boquiabierta. Mi sentido de la orientación es siempre horrible. Y mi pericia le ha pillado totalmente desprevenida. «Cuando las cosas se ponen feas aparezco yo para solucionar el cotarro, Mery»- Digo irónicamente.
El GPS, nos lleva de nuevo al Hotel. Merece la pena ver la ciudad totalmente iluminada en mitad de la noche. El bullicio de la recepción no cesa. La cama me mira insinuándose. Al otro lado de los ventanales comienza una noche de juerga. Para nosotros termina uno de los días más intensos del viaje.
Mil gracias por leernos y seguirnos en esta aventura!