RUTA COSTA OESTE. DÍA 7. LOS ÁNGELES

El sonido de una ambulancia vuelve a sacarme de los pelos de otro plácido sueño. He dormido muy profundamente. La extraña calima de Los Ángeles oculta el sol. Hasta las 12:00 no comienza su turno. Me asomo fuera para ver si la ambulancia sigue allí. Descubro el secreto de tanto trajín de sirenas. El Motel se encuentra frente a un hospital. Misterio resuelto. Antes de entrar de nuevo en la habitación, charlo con una fluidez abismal (en inglés) con un tipo que como yo, ha salido a curiosear. Uno de esos tipos con mucho mundo sobre los hombros. Me cuenta que ha recorrido varias veces los EEUU y que actualmente vive en Canadá. Me hubiese quedado hasta las once de la noche escuchándole hablar sobre Guetos, Chevrolets y árboles tan altos que casi pueden arañar el cielo, pero el rugido de mi estómago me lo impide. Es hora de desayunar.

Día 7 de la Ruta Oeste de EE.UU

Antes de meternos en el coche rumbo a Venice Beach, decido llenar la nevera de corcho de hielo, para tener bebida fría durante el día. Todos los moteles en los que hemos estado hasta ahora disponen de máquinas gratuitas de hielo.

Ahora si, rumbo a Venice¡¡ El tráfico es intenso. Antonio (nuestro GPS) vuelve a sacarnos por el ramal de autopistas con dibujos imposibles. La Radio suena a tope dentro del coche. De repente comienzan a sonar los Hombres G, un trago de España en lo más profundo de California. Berreamos el «Te quiero» de los G hasta quedarnos sin voz. El único grupo español que hemos escuchado durante todo el viaje ( y nos hemos chupado 4000 km de radio). El calor es asfixiante.
Llegamos a Venice. Encontramos un sitio junto a la playa, en un Parking justo enfrente de una tienda que vende tablas de Surf. Un policía negro enorme le explica a gritos a un conductor que con dos segundos que se retrase en echar la moneda correspondiente, se verá en la obligación de multarle. Nos repite el mismo discurso nada más poner el pie en el suelo. Yo me río en silencio. Cuando veo a alguien blasfemar de esa forma me entra siempre una incomoda risa que no soy capaz de controlar. Me ocurre esto desde que era pequeño.
El Paseo de la playa de Venice es de lo más pintoresco. Se encuentra invadido de locales de comida rápida, tiendas de souvenirs y unos extraños centros médicos con una enorme hoja de marihuana en la fachada, donde alguien te ofrece un panfleto, y si reclamas cualquier tipo de dolencia puedes salir con  tus gramos en el bolsillo. Venice huele a María. Gente corriendo. Golpeando enormes sacos de arena, y levantando decenas de kilos en el famoso «Muscle Center»; un gimnasio al aire libre, del cual salió Arnold Swachenezguer. Pero lo que más nos llama la atención, es la cantidad de gente extraña que hay por aquí. Gente que ha perdido la cordura totalmente, de aspecto hippy y desaliñado. La mayoría tienen un chiringuito montado, donde a cambio de fotografiar su «obra», tienes que echar un par de dólares en los botes vacíos de tomate frito. Me llama la atención, un tipo que ha vestido a su perro con camisa hawaiana y gafas de sol. El animal permanece panza arriba inmóvil. De vez en cuando saca su larga lengua, avisando de que no es un perro de broma. Sus uñas pintadas sostienen un cartel que reza: «Deja aquí tu dinero. Esto no es Disneylandia.

Un tipo se desgañita la garganta bailando acaloradamente a través de la música que le llega a través de un destartalado walkman. Un grupo de raperos nos ofrecen su disco por cinco dolares. Dos chicas sin dientes se susurran cosas al oído. Y un mendigo enorme grita a unos chavales que patinan con su skate cerca de él, porque no le dejan conciliar el sueño. Más adelante, un grupo de chavales tocan el «Here come the sun» de The Beatles. Venice tiene  un encanto especial. Aquí la gente vive a su aire, bajándose del mundo real. Han creado un micromundo donde todo da igual. Donde todo el mundo sonríe, da igual que tengas los bolsillos vacíos, no tengas casa y no sepas si vas a cenar…esto solo lo he visto en Venice.

Decidimos buscar un súper donde poder hacernos una ensalada. Nuestro cuerpo comienza a pedirnos comida sana. De camino a Santa Mónica encontramos un Wholefood. En esta cadena de supermercados tienes la opción de prepararte tu propia ensalada. Tienes a tu alcance todos los tamaños e ingredientes que quieras. Cuando cierras tu cajita, la pesan y te cobran. En Estados Unidos es todo mucho más fácil. Sobre todo si se trata de comprar.

Aparcamos en el muelle, junto al famoso parque de atracciones y decidimos bajar a comer sobre la arena de la playa. A escasos metros de la caseta del vigilante. Un grupo de gaviotas miran de reojo nuestra comida, sin atreverse del todo a acercarse a nosotros. Hay unas olas impresionantes. Estoy enamorado de esta playa. No es la más bonita, ni la más limpia, y tiene bastante ajetreo….pero tiene una magia que no ofrecen las demás. Nos tumbamos a descansar un rato sobre la toalla. Lo último que ven mis ojos antes de caer en un corto y placentero sueño, es un niño de unos seis años y unos 60 kilos de peso, ayudado a caminar por su padre, otro mostrenco de no menos de 120 kilos.

A la media hora despertamos con la marca del sol de California tatuada en la cara y las piernas. Nos hemos quemado. Recogemos el campamento y caminamos hacia Promenade Street; una calle llena de tiendas, y de artistas callejeros. Caigo rendido ante la voz de un chico que acaricia su guitarra acústica, versionando hits actuales escondido bajo una boina negra. Nos sentamos a escucharles mientras devoramos el enésimo frapuchino de starbucks. Tras recorrer una a una todas las tiendas con ropa surfera y skater, me hago con un par de camisetas. Guardo mis escasos dólares para tratar de comprar en los famosos Outlets de Las Vegas.  A Mery le encanta la Promenade Street. «Tiene el rollico de los Paseos marítimos».

Recogemos el coche y salimos de Santa Mónica. Volvemos al mismo súper donde hemos comprado la comida para coger algo de cena. El cansancio comienza a aparecer. Los días son intensos y comienzan demasiado pronto. No le damos tregua a California, el cansancio a nosotros tampoco. Tras caer presos de otro atasco más, paramos en una gasolinera donde unos chinos pasan la tarde haciéndole fotos al surtidor. De repente aparece de la nada un coche que se cae literalmente a trozos, con cinco negros dentro. Los ocupantes parecen salidos de la peli «Los chicos del barrio». Muy americanos. Muy cinematográficos. Coincido con uno de ellos a la hora de pagar.

El tipo suelta sus dólares andando muy a lo rapero. Abandona la gasolinera en su destartalado coche mientras la matrícula trasera sigue suspendida en el aire colgando de un hilo. El sol comienza a caer desde lo alto de Los Ángeles.

Una vez en el Mótel, y tras tratar de quitarnos el cansancio con una ducha, Mery habla con sus padres a través de Skype. Yo mientras tanto trato de hacer la maleta. La habitación, parece el camarote de los Hermanos Marx. El desorden nos sigue en cada viaje que hacemos. El sueño nos vence. Última noche en Los Ángeles. Esta ciudad es como el primer beso, te deja una huella imborrable. Comencé odiándola y he terminado amándola con todas mis fuerzas.


 

 

Mil gracias por leernos y seguirnos en esta aventura!

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