El sonido de una ambulancia vuelve a sacarme de los pelos de otro plácido sueño. He dormido muy profundamente. La extraña calima de Los Ángeles oculta el sol. Hasta las 12:00 no comienza su turno. Me asomo fuera para ver si la ambulancia sigue allí. Descubro el secreto de tanto trajín de sirenas. El Motel se encuentra frente a un hospital. Misterio resuelto. Antes de entrar de nuevo en la habitación, charlo con una fluidez abismal (en inglés) con un tipo que como yo, ha salido a curiosear. Uno de esos tipos con mucho mundo sobre los hombros. Me cuenta que ha recorrido varias veces los EEUU y que actualmente vive en Canadá. Me hubiese quedado hasta las once de la noche escuchándole hablar sobre Guetos, Chevrolets y árboles tan altos que casi pueden arañar el cielo, pero el rugido de mi estómago me lo impide. Es hora de desayunar.
Día 7 de la Ruta Oeste de EE.UU
Antes de meternos en el coche rumbo a Venice Beach, decido llenar la nevera de corcho de hielo, para tener bebida fría durante el día. Todos los moteles en los que hemos estado hasta ahora disponen de máquinas gratuitas de hielo.
Decidimos buscar un súper donde poder hacernos una ensalada. Nuestro cuerpo comienza a pedirnos comida sana. De camino a Santa Mónica encontramos un Wholefood. En esta cadena de supermercados tienes la opción de prepararte tu propia ensalada. Tienes a tu alcance todos los tamaños e ingredientes que quieras. Cuando cierras tu cajita, la pesan y te cobran. En Estados Unidos es todo mucho más fácil. Sobre todo si se trata de comprar.
Aparcamos en el muelle, junto al famoso parque de atracciones y decidimos bajar a comer sobre la arena de la playa. A escasos metros de la caseta del vigilante. Un grupo de gaviotas miran de reojo nuestra comida, sin atreverse del todo a acercarse a nosotros. Hay unas olas impresionantes. Estoy enamorado de esta playa. No es la más bonita, ni la más limpia, y tiene bastante ajetreo….pero tiene una magia que no ofrecen las demás. Nos tumbamos a descansar un rato sobre la toalla. Lo último que ven mis ojos antes de caer en un corto y placentero sueño, es un niño de unos seis años y unos 60 kilos de peso, ayudado a caminar por su padre, otro mostrenco de no menos de 120 kilos.
A la media hora despertamos con la marca del sol de California tatuada en la cara y las piernas. Nos hemos quemado. Recogemos el campamento y caminamos hacia Promenade Street; una calle llena de tiendas, y de artistas callejeros. Caigo rendido ante la voz de un chico que acaricia su guitarra acústica, versionando hits actuales escondido bajo una boina negra. Nos sentamos a escucharles mientras devoramos el enésimo frapuchino de starbucks. Tras recorrer una a una todas las tiendas con ropa surfera y skater, me hago con un par de camisetas. Guardo mis escasos dólares para tratar de comprar en los famosos Outlets de Las Vegas. A Mery le encanta la Promenade Street. «Tiene el rollico de los Paseos marítimos».
Recogemos el coche y salimos de Santa Mónica. Volvemos al mismo súper donde hemos comprado la comida para coger algo de cena. El cansancio comienza a aparecer. Los días son intensos y comienzan demasiado pronto. No le damos tregua a California, el cansancio a nosotros tampoco. Tras caer presos de otro atasco más, paramos en una gasolinera donde unos chinos pasan la tarde haciéndole fotos al surtidor. De repente aparece de la nada un coche que se cae literalmente a trozos, con cinco negros dentro. Los ocupantes parecen salidos de la peli «Los chicos del barrio». Muy americanos. Muy cinematográficos. Coincido con uno de ellos a la hora de pagar.
El tipo suelta sus dólares andando muy a lo rapero. Abandona la gasolinera en su destartalado coche mientras la matrícula trasera sigue suspendida en el aire colgando de un hilo. El sol comienza a caer desde lo alto de Los Ángeles.
Una vez en el Mótel, y tras tratar de quitarnos el cansancio con una ducha, Mery habla con sus padres a través de Skype. Yo mientras tanto trato de hacer la maleta. La habitación, parece el camarote de los Hermanos Marx. El desorden nos sigue en cada viaje que hacemos. El sueño nos vence. Última noche en Los Ángeles. Esta ciudad es como el primer beso, te deja una huella imborrable. Comencé odiándola y he terminado amándola con todas mis fuerzas.