La alarma del móvil me despierta con gran dificultad. Abro los ojos con la esperanza de que la habitación permanezca todavía sumida en la oscuridad, dándome todavía un par de horas más hasta que el sol comience a asomarse. Son las 07.00 de la mañana y el sol me saluda sonriendo desde el otro lado de la ventana. No hay tregua que valga. Me arrastro hasta el baño torpemente tropezando hasta tres veces con la misma maleta. El agua helada sobre mi cara manda a paseo mi pereza. Mery se levanta con los ojos más cerrados que abiertos. Consigue evitar la maleta con ese sexto sentido que le hace ir siempre por delante.
Desayunamos algo ligero. Una mujer asiática ojea un libro mientras remueve el café. La salita huele a tostadas recién hechas y a ese inconfundible aroma a moqueta que nos acompaña desde que hemos aterrizado en Estados Unidos.
Con el estómago lleno y la cabeza algo más despejada, abandonamos la habitación tras recoger las maletas. La escarcha envuelve el coche. Esta noche a hecho frío. El olor a bosque fresco nos ensancha las vías respiratorias. Aroma a naturaleza pura.
Tras llenar de hielo nuestra nevera de corcho, nos ponemos en Ruta. En poco menos de una hora llegamos a la entrada del Grand Canyon. Pagamos los 25 $ que cuesta entrar con el coche. El fresco del bosque ha dado paso a un calor asfixiante. Recorremos una carretera interior que parte en dos la vegetación. Al fin llegamos.
Bajamos del coche y nos damos de bruces con un enorme agujero que aparece de la nada. Es el Gran Cañón (Grand Canyon aquí). Permanezco medio minuto con la boca abierta sin poder articular palabra. La cara de Mery me dice lo mismo. Parece un fotograma de una de esas pelis del Oeste. Un socavón infinito donde los más hermosos colores juegan a a cambiarse de sitio. El Grand Canyon es de largo la imagen más espectacular que han captado mis ojos en mis 31 años de vida.
Trato inútilmente de captar su belleza con la cámara de fotos y la de vídeo. Nada le hace justicia. Permanezco inmóvil mientras mi imaginación comienza a hacer de las suyas. Un grupo de indios se deslizan pendiente abajo, a lomos de sus salvajes caballos. El viejo Clint cabalga con un cigarrillo colgando del labio con la mirada perdida en la búsqueda del río Colorado. El coche de Telma y Louise atraviesa las nubes justo antes de precipitarse al vacío.
Nosotros vamos de «punto» en «punto» rodeando el parque, sin cansarnos de contemplar semejante espectáculo. Tras recorrer la gran mayoría de los puntos de vista al Gran Canyon decidimos continuar con el viaje.
De repente aparecen tres ciervos de la nada. Uno de ellos, cruza al otro lado de la carretera con toda la tranquilidad del mundo. Son enormes. Tras dedicarnos una breve y pasiva mirada, continúan comiendo arbustos.
El GPS nos indica que tenemos tres horas por delante hasta llegar a «Monument Valley», nuestra siguiente parada. Aprovecho que Mery va al volante, para actualizar las notas del viaje. Pego una cabezada de veinte minutos y consigo echar de mi cabeza al sueño y cansancio que poco a poco trepa sobre nosotros.
El paisaje es un película del Oeste. Puro desierto. La Radio escupe música Country. Estamos absolutamente en medio de la nada. Los camiones han dejado de adelantarnos. El espejo retrovisor muestra una desolada carretera simplemente alterada por el polvo que levantan nuestras ruedas. De vez en cuando aparecen como por arte de magia, una especie de tenderetes con un indio sentado dentro. Ofrecen artesanía navaja. Me vienen a la cabeza las típicas imágenes del esqueleto de buey tendido sobre la arena del desierto que en tantas películas nos han mostrado. Las capitanas rodando sobre sí mismas de un lado a otro de la carretera. Aquí no hay viento. Tan solo calor, soledad, un precioso contraste del polvo rojizo con el azul clarito del cielo, y una infinita recta que no termina nunca.
Cuando el hambre comienza a patalear nuestro estómago, aparecen de la nada un Mc Donalds, y un KFC. Así, como por arte de magia. Me froto los ojos para verificar que no estoy soñando. Le pregunto a Mery si no será un espejismo. Es real. Un cubo de trozos de pollo comienza a flotar sobre mi cabeza, haciendo que babee. Un tipo Indio con un pañuelo sobre la cabeza y cara del más malo de la película, nos pide dinero antes de entrar. Nos ofrece algo a cambio. No entendemos qué, y entramos rápidamente dentro. El tipo se queda fuera esperando al siguiente. Pedimos uno de esos enormes cubos de pollo y un par de Pinks Lemonades. Aquellos trozos de pollo rebozados dejan de ser comida y se convierten en lo más parecido a un orgasmo.
A la salida del Restaurante echamos gasolina. Cuatro indios tratan de hacer arrancar una destartalada camioneta. Lo consiguen y lo celebran como si hubiesen ganado el gordo de la lotería.
Continuamos el viaje. En poco más de una hora, entramos en el Estado de Utah. Llegamos a «Monument Valley». Pagamos 5 $ cada uno por entrar con el coche. Volvemos a protagonizar un Western americano. Las famosísimas colinas que en tantas películas hemos visto están ahí, al alcance de la mano. Nos deslizamos por un camino de baches, sudor y polvo. El coche da violentos botes. Nosotros somos el centrifugado de una lavadora que gira a 4000 revoluciones por minuto. Cuando bajamos del coche, un dedo de polvo lo cubre prácticamente por completo. El calor nos ahoga. El polvo se mete en la garganta. El paisaje un espectáculo. Los colores del cielo, y el polvo, le dan al ambiente atmósfera de película. Tiramos doscientas fotos, y finalmente, amenazados por el sofocante calor decidimos salir de allí prácticamente corriendo.
La reserva de agua que llevábamos en la nevera comienza a escasear. El hambre aparece de nuevo. Ponemos rumbo a Page, con la esperanza de encontrar una gasolinera donde poder lavar el coche en el trayecto. Dos horas. Me pongo al volante. Más Country en la radio. Finalmente llegamos a Page sin cruzarnos con ningún lugar donde poder lavar el coche. Antes de entrar en el Motel, compramos algo para el desayuno de mañana. Es la primera vez que no nos entra el desayuno. Habitación en planta calle, con el coche prácticamente en la puerta. Adoro estos lugares. Tras una fría y merecida ducha, vamos en busca del «Fiesta Mexicana»; un restaurante donde dicen que sirven uno de los mejores burritos de EEUU. Damos pronto con él. Cuervos negros revolotean por el cielo. Son preciosos. El restaurante está lleno.
Media hora después me encuentro mirando desafiante, al burrito más grande y sabroso que he probado nunca. Comienzo una dura batalla por dejar el plato vacío, y tras casi cuarenta minutos de lucha lo consigo. No sé si es el mejor burrito de EEUU, pero lo que si dejo claro, es que yo no he probado nunca nada igual. Incluso las Coronitas saben mejor aquí.
Volvemos al Motel. Prácticamente con el tiempo justo para quitarnos la ropa y desfallecer sobre la cama. Al otro lado de la mosquitera solo se escucha el silencio. Mañana dormiremos en Las Vegas.
Mil gracias por leernos y seguirnos en esta aventura!