El despertador comienza a gritar a las cinco en punto de la madrugada. Hoy nos toca apechugar después de la gran Miguelada que hice ayer. Tres horas de regreso hacia Carmel en busca de la mochilita de nuestra cámara de fotos, con parte del equipo. El sueño me tira del pelo arrastrándome de nuevo hacia la cama. Consigo vencerle. Cargamos las maletas en el coche, que nos espera al otro lado de la puerta, cubierto de escarcha. Todavía es de noche. Apenas hay tráfico. Desayunamos al volante, al más puro estilo americano. Un zumo y 3 ó 4 donuts después ya tengo la cabeza algo más despejada. Mery sigue Off. Su cabreo ha disminuido.
Paramos a echar gasolina. Tres dólares con sesenta el galón (unos cuatro litros de gasolina). La dependienta nos despide con una sonrisa enorme, y el ya típico: «Qué tengan un buen día». Me encanta que me digan eso, me hace sentirme como en una película. Aquí en España te puedes dar con un canto en los dientes si te dedican un: «Qué vaya bien», sin tan siquiera mirarte a los ojos. En EEUU la gente que trabaja de cara al público, son gente agradable, simpática,,,gente hecha para tratar bien al cliente.
Nos acercamos a Los Ángeles. El trafico se hace más y más denso. Los enramados de las autopistas comienzan a adquirir dificultad 10. Finalmente esas cinco horas y media que marcaba el GPS se han quedado en apenas tres y media. Es la hora de comer. Decidimos comernos la hamburguesa más picante del mundo en el extraradio de la ciudad. La temperatura ha subido hasta los 85 º farenheit. Nos marchamos directos a ver el mítico cartel de Hollywood. Las autopista pasa a tener 6 carriles por dirección. Salida Hollywood, es la nuestra. Subimos por la colina atravesando casas de lujo. Los EEUU de las películas. Muchos japoneses fotografiando absolutamente todo. Mery sigue con la cámara de fotos, yo me encargo de la de vídeo. Llegar al punto de vista y tener el famoso letrero delante hace que un cosquilleo recorra mi cuerpo. Lo he visto un millón de veces por televisión, tengo la extraña sensación de haber vivido ya este momento (me pasó igual cuando fuimos a New York) y también la de estar viviendo un sueño. Pero no, estamos aquí. Haciendo real el sueño de nuestra vida.
Decidimos ir en busca del hotel para hacer el checking. Estamos alojados en West Hollywood. A priori, nos parecía una pasada estar alojados allí. Pero la verdad es que cuando llegas, la realidad es otra. El ambiente en la calle no es el idóneo. Muchos mendigos que han perdido completamente el norte caminan ensimismados de un lado a otro. Un coche repleto de negros nos dedica una mirada asesina desde el rojo de un semáforo. En la otra acera, un loco discute acaloradamente con una de las palmeras del paseo. No parece el sitio más recomendable para pasear cuando la luz comienza a escasear.
Optamos por darnos un chapuzón en la piscina del Motel. El agua está helada, pero me sienta francamente bien. Nos proporciona la energía justa, para ir a buscar algo de cenar. Atravesamos 3 ó 4 avenidas enormes. En las aceras solo se ven restaurantes asiáticos y mexicanos. Mis ojos buscan hamburguesa o Pizza, lo que aparezca antes. Gana la Pizza. El restaurante está situado junto a un viejo gimnasio. A través de la cristalera un mostrenco de dos metros más negro que el tizón aporrea a puñetazo limpio uno de esos enormes sacos llenos de arena. Un coche destartalado descansa sobre la misma acera. El sol casi ha desaparecido por completo. Pillamos un par de pizzas para llevar. Los camareros son gente muy amable. Uno de ellos; el italiano, nos comenta que vivió un par de años en Gerona. «Tengan cuidado con Los Ángeles, aunque crean odiarla, acabarán amándola». Nos grita uno de los camareros cuando estamos a punto de salir.
Al fin llegamos al Motel, tras devorar una ensalada y un par de pizzas, los ojos comienzan a pesar. Llevamos en pie desde las cinco de la mañana y nos hemos chupado casi ocho horas de coche. Nuestros cuerpos no pueden más. Caemos rendidos sobre la enorme cama. Embriagados por el olor a moqueta y tabaco que escupe la habitación.